domingo, 30 de septiembre de 2012

Estampas típicas de antaño


LA  SIEGA


Aunque el tema de hoy esté pasado de actualidad y sea algo que la mayoría de los lectores de “Facebook” acaso ni hayan oído hablar, creo es conveniente sacar a relucir de vez en cuando en este variopinto espacio, algunos cosas del pasado y, más en  pueblos como el nuestro donde la agricultura era entonces “el pan  nuestro de cada día”-.
Una de las labores más legendarias del campo y con cierta aureola de trabajo  duro y viril, era ciertamente la siega.
Hoy resulta difícil –incluso para mí que ya despeino años- imaginar a Ayora, como a tantas localidades de tipo agrícola, tan  animadas aquellos días que antecedían a dichas actividades. (Verdad es que no ha pasado tanto tiempo para que las cosas se hayan volatizado tan pronto. Más o menos, hace  50 ó 60 años estaban vigentes la mayoría de ellas, aunque su auge fue muchos años anteriores.        
Llegado el tiempo de otoño tenía lugar la vendimia, (que en Ayora floreció anteriormente con  gran importancia), y  en el mes de junio es cuando llegaba con gran revuelo entre el personal,  la siega. Posteriormente, julio y agosto, terminaban el ciclo, con la trilla. 
Vamos a hablar concretamente hoy de la siega. Una costumbre curiosa de esta villa que no sabrán la mayoría de lectores,  era la de “ir a segar  al río”, aludiendo  a marchar las cuadrillas de segadores a tierras de Guadalajara, (orillas del río Henares) pertenecientes al Duque del Infantado,  señor del pueblo y su gran fortaleza del Castillo. Las fechas de ida a aquellas tierras eran bastante antes de realizarse el mismo trabajo en las de Ayora, por ser aquellos terrenos más tempraneros. 
El caso es que se formaban cuadrillas de unos 20 ó 30  segadores, todos ellos muy duchos en el oficio, al mando de un Mayoral ó apoderado del Señor,  que es quien buscaba al personal. Lo más llamativo de su actividad antes de  salir del pueblo,  era que solían desfilar por las calles (como ahora “los sayones” con sus tambores,  en Semana Santa), pero en lugar de tambores, ellos hacían sonar las caracolas, un sonido  con cierto sabor arcaico  que hacia  las delicias, sobre todo,  de las mozas casaderas asomadas impacientes e ilusionadas a ventanas y balcones para ver pasar, entre ruidosos aplausos y suspiros, a aquellos hombres fornidos y avezados, entre los que irían seguramente algunos de sus novios.
Bien; la contratación solía hacerse por las escalericas de la Lonja, ajustando bien los jornales, teniendo en cuenta que era salario muy bien pagado y había que trapichear lo suyo entre unos y otros.
(Haciendo un aparte, y como contrapunto a estos rudos trabajos, he querido colocarlos para el recuerdo en un marco más  pintoresco y evocador. A este respecto, he  entresacado una serie de romances literarios que encajan  románticamente con este tipo de faenas campestres. (No es que los segadores ni sus novias los cantasen, es simplemente que me gusta ponerlos para que quede todo más bonito). Con este propósito,  tenía recogidas unas coplillas que traslado ahora aquí,  porque nos traen el sabor y la deliciosa ingenuidad de aquellos tiempos en el asunto de amores.

Segador que bien siegas
trigo, cebada y avena,
mientras tu mocica
te prepara la cena.

Segador que bien siegas y cortas
por bancales y lejíos,
mientras tu mocica
 lava en la cieca del camino;

Ya vienen los segadores
en busca de sus amores
después de segar y segar
en las tierras de los señores
¡Vénte al “Molino del Amor”
y pasa un rato conmigo!

(Algunas palabras y giros, son de mi cosecha)

Pasemos ahora a los detalles más rústicos del propio trabajo de la siega: Las cuadrillas se componían de unos 20 ó 30 hombres que realizaban las diferentes faenas. Estaban los engavilladores que recogían la mies cortada por los “segáores”, amontonándola en gavillas con caballones a lo largo del bancal, las espigas a la derecha y el “raigón” (parte de la raíz), a la izquierda. Los grupos de segadores solían componerse de 9 personas, siempre numero impar. El guía, en el vértice de la cuadrilla, era el que iniciaba la faena, y detrás, cuatro a cada lado, avanzando a pequeños trechos, aproximadamente 30 ó 40  cm., en que paraban un instante, para recoger la mies colocándola en el lomo de los surcos abiertos. Las gavillas, una vez terminado el corte, se convertían en haces, lo que ya ocurría al atardecer a cuenta de una parte de los trabajadores que los ataban con vencejos. 
O sea, de sol a sol, aquellos hombres medio calcinados, doblados por el espinazo, trabajaban como verdaderos forzados. Sólo había un alto en la jornada y era la hora de la comida aparte de pequeños momentos que se acercaban al que llevaba la bota del vino para limpiar el gaznate que con el polvo de la mies se ponía intransitable teniendo que recurrir a la cazalla para desembozarlo. Por ello, dentro del grupo estaban algunos chiquillos portadores de barrales.Aparte, figuraba el importante grupo de los rancheros, que se quitaban una hora antes para preparar el condumio. Casi siempre el rancho consistía en los típicos gazpachos ayorinos, la mayoría de los días, viudos, o sea, sin carne. Puede que en alguna ocasión se les añadiera una liebre que, agazapada entre los surcos, saltara y un avispado segador le echara mano al cuello o las patas,  yendo a parar posteriormente a la olla,  
La faena se reanudaba pronto, con sus correspondientes paradas para limpiar el conducto del garganchón con contínuos  tragos de gilo, y por fin, a la caída de la tarde, se iniciaba el regreso hacia la casa de campo donde el ama sacaba unas magdalenas y rollicos hasta la hora de la cena, que solía ser gachas, y de uvas a peras, gachamiga, mucho mas substanciosa y que se engullía vorazmente. Tras unos ratos de chascarrillos y bromas,  la gente se iba a dormir al pajar. A la mañana siguiente, pronto arriba, cumpliendo las milenarias reglas de levantarse “cuando canta el gallo”, almorzar, y por la tarde de retiro, cuando las gallinas suelen subirse a los palos de su gallinero.     
Así era, a grandes rasgos, y dejando muchas cosas en el tintero, la  siega de aquellos tiempos en Ayora. Al final, se mataba un cordero y entre dímes y diretes transcurría el resopón con muchos cuentos y chistes de sal gorda, entre el regocijo de las mozas y las largas caras de sus madres. 
No es que yo haya segado nunca, pero si he visto como lo hacían una media docena de veces. Lo que acabo de contar es una parte de mis propios recuerdos, junto a muchas otras cosas que he ido añadiendo, enristradas como cuando se hace morcillas..
Espero os haya agradado.
                                                                                               José Martínez Sevilla                                                                                          
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