martes, 5 de febrero de 2013

EL CARNAVAL



Miro el calendario viendo que estamos vísperas de Carnaval: palabra mágica, tres días locos cuya resonancia cabalga a través de los siglos levantando pasiones y faldas como desgarrada e insolente ventisca, capaz de exorcizar toda clase de convencionalismos.
¿Cual es, realmente, el atractivo incombustible de esta fiesta para que la gente, solamente por nombrarla se estremezca de no se qué extraño sortilegio como poseída de antemano por unos goces que, hace cien ó mil años, pudieran ser extraordinarios pero que hoy son simplemente algo que cualquier sábado de cualquier semana del año, en cualquier casica del pueblo, son igual?
El caso es que desde el domingo pasado de Quincuagésima hasta el Miércoles de Ceniza, incluso los chiquillos andan removidos por su influjo.
Pasa algo así como en la misma naturaleza, que de la noche a la mañana hace nacer flores milagrosas en nuestro almendros sacudidos hace dos días por huracanados vientos, y esta tarde mismo luciendo tiernos y esplendorosos sus brillantes colores.
Algo mágico tiene que provocar esta revolución... ¿o es, quizá un simple ciclo natural que lo mismo en plantas, animales y personas los transforma anualmente, sin más?
Antes, cuando la gente pobre y humilde se pasaba meses sin comer carne, cuando las costumbres, leyes y mandatos religiosos eran severos, casi apocalípticos, se entiende esperar estas fechas para desquitarse de hambre y prohibiciones. La misma palabra antigua que aludía a la celebración era “Carnestolendas”, en latín, equivalente a “carnes toleradas, permitidas, durante estos tres días, antes de entrar en la Cuaresma con sus ayunos y abstinencias.
Por parte de autoridades, civiles y eclesiásticas, era como decir al populacho: “!Tomad, hartaros de comer cuanta carne os apetezca, emborracharos veinte veces, copular hasta que os hartéis, porque cuando llegue el “miércoles”, se acabó el festín.
Bueno, pues esto, más o menos, es la historieta del Carnaval que ha llegado hasta ahora mismo todavía cargado del halo asombroso de antaño.
Se entiende que en grandes ciudades pervivan, muy descafeinados, eso sí, los carnavales, porque curiosamente están promovidos pos esas mismas autoridades y empresas comerciales, pero no ya como propina a la plebe para que sacie sus ancestrales carencias de carne y sexo, sino para servirse de ese mismo bajo pueblo que le presta el necesario acompañamiento de manifestación multitudinaria siendo motivo de atracción turística y gancho de ganar dinero los que siempre lo hicieron: los que ya lo poseen, pero que nunca tendrán bastante.
Rio de Janeiro, Venecia, Nueva Orleans, Barranquilla, Cádiz, Tenerife, etc, son estos días las mecas del placer, la Babilonia moderna, pero no donde el pueblo se desquita el hambre, sino donde los grandes hoteles y otros negocios hacen su “agosto” en Febrero.
La única potestad en cuya raíz esté, posiblemente la fiesta, la Iglesia, se ha quedado a orillas del negocio. Ya no hay bulas que vender, penitencias que cumplir, iglesias y catedrales que llenar del pueblo fiel. Se sigue el rito de poner la ceniza el miércoles clásico, pero la juventud ni la chiquillería no acude a la ceremonia, está enloquecida enterrando una entelequia llamada “la sardina”, otro símbolo más del pasado que solo sirve de guión para otra noche de juerga más.
Vale. El sermón está servido. “Carpe diem”, (disfruta del presente), se dice como slogan hoy, pero no hace falta porque la gente lo practica a mansalva.
¿Hasta cuando; es posible que de aquí a mil años siga habiendo carnavales?
Desconozco el final de la película.

José Martínez Sevilla

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